Por Emmett Brown
Resulta preocupante que la supuesta tercera economía de América Latina esté siendo consumida por la concentración de poder económico, una realidad que cada vez se hace más visible en Chile, donde un pequeño grupo de conglomerados empresariales ejercen un control significativo sobre numerosos sectores de nuestra alicaída economía, con graves consecuencias en términos de igualdad, democracia y desarrollo sustentable.
Es tan compleja la situación, con industrias que quiebran, agricultores que desaparecen y con una fuerza laboral mal pagada, que atacar la concentración económica debe ser tarea del Estado, independientemente del gobierno de turno y tomando distancia de las presiones de clubes de promoción de intereses oligarcas, como la SOFOFA o la Sociedad Nacional de Agricultura, SNA.
Todos los esfuerzos reales, tendientes a reducir la concentración y la integración vertical, irán en beneficio de la gente, especialmente de los más pobres que, aislados en poblaciones periféricas abandonadas a su suerte y sometidas al control territorial ejercido por el crimen organizado, no resisten más. El hambre genera violencia y atenta en contra de la paz social. Si bien no podemos pretender que la oligarquía deje de medrar, sí podemos exigir al gobierno que se haga cargo de poner coto a la actividad de los grupos económicos que tienen una decisiva influencia en decisiones políticas y regulaciones, lo que limita la competencia y fomenta la desigualdad.
El fenómeno descrito no se limita a un sector en particular, sino que cubre un amplio espectro de industrias, tan diversas como la agricultura, la minería, la banca, el retail y los medios de comunicación, limitando la libre competencia, imponiendo barreras de entrada para nuevos competidores y afectando la innovación y el desarrollo a largo plazo, inhibiendo el crecimiento al limitar la eficiencia de la asignación de recursos y la capacidad del país para adaptarse a los cambios en el panorama económico global.
En este contexto, la Corporación Nacional de Consumidores y Usuarios de Chile, CONADECUS, ha dado un paso significativo en su lucha por favorecer la competencia, al promover ante el Tribunal de la Libre Competencia (TDLC) un requerimiento tendiente a reducir la concentración económica agregada, con la esperanza de que este organismo recomiende al presidente de la República iniciar un proceso legislativo con el fin de regular las estructuras societarias piramidales dentro de los grupos empresariales y la limitación de la participación de entidades financieras en empresas no financieras del sector real de la economía.
Además, desde CONADECUS apuntan a la necesidad de considerar la participación de los conglomerados al otorgar concesiones o derechos por parte del Estado, así como en la creación de un registro que identifique a los grupos económicos que superen cierto tamaño, todo, por cierto, ante la oposición corporativa de los consorcios empresariales.
La iniciativa de CONADECUS tiene mucho sentido y se alinea con los intereses de los chilenos: es imperativo que los responsables de las políticas públicas y los entes reguladores tomen medidas efectivas para mitigar los riesgos asociados a la alta concentración de poder económico. Se necesitan normas más estrictas, mayor transparencia y políticas que promuevan la competencia y la diversificación de la economía. El poder político tiene el deber de combatir las distorsiones de mercado, los abusos cometidos desde el ejercicio de posiciones dominantes, capaces de imponer condiciones y precios, castigando siempre a la parte más débil de la relación. Una clase política entregada a intereses de otro tipo debe ser desterrada de la vida pública nacional.
La economía chilena y su democracia merecen una base empresarial amplia y competitiva que promueva el crecimiento económico, la innovación y la igualdad de oportunidades en un contexto justo, con la cancha pareja, sin privilegios impuestos por una legislación laxa y permisiva que permite el desarrollo de una oligarquía capaz de controlar totalmente las esferas del poder. Esto es especialmente crítico en esta etapa de la historia del país, cuando se está lidiando con una serie de desafíos sociales y económicos de gran envergadura.
Otra expresión de la concentración de poder económico en manos de una oligarquía miserable es la integración vertical, en la que un mismo grupo económico, controla varios o todos los niveles de una cadena de producción o servicio. La integración vertical puede exacerbar las preocupaciones mencionadas, ya que permite a estas empresas poderosas controlar el mercado no sólo horizontalmente a través de distintos sectores, sino también verticalmente.
Una salida razonable a la compleja situación pasa por la implementación de reglas antimonopolio más estrictas, por la promoción de la apertura de mercados en todas las etapas de las cadenas de suministro y producción, y el fomento de una mayor transparencia en las estructuras de propiedad y operación de las empresas. Pero, mientras existan estamentos del Estado que operen como estructuras funcionales de la oligarquía y sus empresas, todo esto será una quimera. Si no, veamos cómo les va, por ejemplo, a los productores de trigo en sus conversaciones con ODEPA. Haga el ejercicio: vaya y pregunte.