A partir de los datos del último Censo, respecto a que ha disminuido el número de hijos por mujer pasando de 1,6 (2002) a 1,3 (2017), el fenómeno puede ser entendido por múltiples variables, donde las principales razones giran en torno a la inserción de la mujer en el mundo del trabajo y los altos valores de servicios y viviendas.
Hoy en día, el cambio ha llevado a que para la mayoría de las familias la decisión de la cantidad de hijos no sea aleatoria o dejado a la suerte, sino que empieza a ser parte de una planificación familiar. Debido a esto es que se comienza a cambiar la visión de que “los hijos llegan”, para dar paso a un creciente discurso respecto a que los hijos “se planifican” y “deciden”.
A lo anterior se suma que ha aumentado la cantidad de familias que deciden tener sólo un hijo, decisión especialmente relevante ya que la configuración familiar se modifica.
“En este sentido, la particularidad de la vivencia del hijo único, aparte de que no tiene un igual sanguíneo, se pierde la experiencia de la fratría y con ello las experiencias asociadas”, asegura la académica de la Facultad de Psicología de la U. San Sebastián, Fernanda Orrego.
Destaca que ser hijo único implica “constituirse en el único foco de atención de los padres, por lo que sus necesidades no se postergan en pos de otros hermanos y no tiene la experiencia de rivalizar por el tiempo u atención de los padres. Además, no posee un aliado al momento de enfrentarse a sus padres, por ejemplo, al conseguir permisos o para desahogarse respecto a decisiones o formas de ser de sus progenitores”.
A juicio de la psicóloga, “muchas veces en la hermandad se encuentran las primeras experiencias de colaboración donde por cariño se dejan objetivos personales de lado, en pos del bienestar del otro. En este sentido, si bien el hijo único no tiene rivales directos, tampoco tiene aliados o se hace menos probable la experiencia de colaboración desinteresada”.
Añade que en ocasiones los primos o mejores amigos suplen algunas de estas experiencias, “pero no es lo mismo que compartir la vivencia de ser hijos de los mismos padres”, asegura.
Para Orrego, si bien es cierto que no todas las personas mantienen fuertes lazos con sus hermanos una vez adultos, “el núcleo de la hermandad es un espacio en el cual se ponen en juego las primeras experiencias sociales y donde se ejercitan diferentes habilidades de resolución de conflicto. Es por esto que frente a este importante cambio social, las familias deben estar atentas a poder ofrecer espacios alternativos a la hermandad para desarrollar experiencias sociales y ofrecer espacios protegidos de resolución de conflicto”.
Advierte sí que, el no hacerse cargo de ofrecer las alternativas antes expuestas, “puede relegar la responsabilidad a los espacios de escolarización y perder de vista el rol que la familia tiene en el desarrollo de una sociedad colaborativa”.